Filosofia i poesia
SIGNIFICADO Y COMPRENSIÓN EN LA MÚSICA

Antoni Defez i Martín
Universitat de Girona

 

RESUMEN: En este articulo de una manera a la vez histórica y sistemática se aborda el problema del significado y la comprensión en la música. Se presentan diversas variaciones del dilema clásico ‘formalismo-expresivismo’, llegándose a la conclusión de que se debiera disolver dicho dilema haciendo uso de un análisis wittgensteiniano de las nociones de significado y comprensión.

ABSTRACT: In this paper the problem of meaning and comprehension in music is analysed in a historical and systematic way. Several variations on the classical dilema ‘formalism-expressivism’ are presented. The conclusion is that we should dissolve that dilema using a wittgenstenian analysis of the notions of meaning and comprenhension.

 

1.- El dilema formalismo-expresivismo.

Empecemos con una anécdota. En 1853 J. Brahms y el violinista húngaro E. Reményi fueron a Weimar a visitar a F. Liszt, que ocupaba el tiempo en sus poemas sinfónicos, obras descriptivas que eran parte del proyecto ‘la música del futuro’ que Liszt compartía con H. Berlioz y R. Wagner. Liszt, en plena reunión y ante sus admiradores, pidió a Brahms que interpretase alguna de sus composiciones, pero éste, que sólo contaba con veinte años, no se encontró con ánimo de hacerlo. Entonces el propio Liszt interpretó el Scherzo y la Sonata en Do mayor de Brahms, y acto seguido prosiguió con su Sonata en sí menor, obra con la que proponía la destrucción de la forma sonata, es decir, la eliminación de los tradicionales cuatro movimientos –allegro / adagio / tempo de danza / finale-, y considerar la composición como un todo unitario –de hecho, esta pieza consta de once breves movimientos o, mejor, de un único movimiento con once pequeñas divisiones. Pues bien, todo sucedía con normalidad, pero al llegar a un pasaje que solía ejecutar con énfasis, Liszt miró a Brahms y vio que éste se había dormido en la butaca. Acabada la interpretación, Liszt abandonaría la estancia encolerizado.

No es posible asegurar que las cosas sucedieran exactamente así, ya que esta anécdota se basa en el testimonio de Reményi, quien, en realidad, ni era muy amigo de Brahms, ni compartía con él sus gustos musicales. Ahora bien, cierta o inventada para difamar a Brahms –después de estos hechos Reményi hizo carrera como director de orquesta bajo la protección de Liszt-, la historia es magnífica: Brahms aburrido con la música de Liszt echa una cabezadita en público. El gesto era un símbolo: Brahms se posicionaba a lado del clasicismo y el formalismo -es decir, la música pura-, en contra de los progresistas o vanguardistas, los defensores de la música del futuro.    

El ambiente musical europeo de entonces estaba escindido, y las divisiones se agudizaron en 1857 con la publicación de los poemas sinfónicos de Liszt. Los tradicionalistas tenían su teórico: el crítico y historiador de la música E. Hanslick, amigo de Brahms cuando éste se instaló en Viena en 1862, quien en 1854 había publicado un ensayo titulado De la Belleza musical donde defendía tanto las formas arquetípicas tradicionales de la música instrumental sinfónica y camerística, como el carácter formal, no expresivo y no descriptivo, del lenguaje musical. Según Hanslick, lo que podríamos llamar el contexto de la composición –la vida emocional del autor o lo que éste supuestamente pretendiese describir- era irrelevante para valor y el significado de la música. En otras palabras: la música sólo debía tener cuidado de sí misma[1]

Esta alianza entre lenguaje de la tradición y formalismo era una reacción contra los frentes de lucha abiertos por los defensores de la música del futuro. Efectivamente, el vanguardismo nació de la lectura que hicieron Berlioz, Liszt y Wagner de los aspectos progresivos de la música de Beethoven, en contra de la interpretación tradicionalista que veía en el llamado su ‘segundo estilo’ o ‘titanismo’, y sobre todo en la quinta y séptima sinfonías, la perfección del clasicismo. Se trataba, por un lado, de afirmar que la música podía expresar realidades, objetivas o imaginarias, o estados de ánimo y emociones, o incluso sentimientos hasta ahora desconocidos; y además que podía hacerlo mejor que las otras artes, ya que la música era un lenguaje privilegiado. Por otro lado, se propugnaba destruir las arquitecturas clásicas, poniendo las nuevas formas al servicio de estas supuestas capacidades expresivas o descriptivas de la música[2].

Como vemos, la discusión giraba en torno a la semanticidad de la música, un problema nuevo que coincidió con el romanticismo, y con una inusitada valoración de la música, del artista y de la actitud del oyente[3]. Así, para unos, la música no significaba nada o, como mucho, sólo algo musical, es decir, era un lenguaje asemántico, inmanente y opaco que no refiere a nada distinto de sí mismo. Por el contrario, para otros, la música sí era un lenguaje dotado de semántica, un lenguaje que se transciende a sí mismo y cuya significación reside en la vida emocional de los seres humanos. Por último, también hubo quien consideró que la música era capaz de expresar algo metafísico, algo más profundo y valioso que lo emotivo-emocional: la esencia del mundo y del sujeto.

Podría parecer que estas posibilidades correspondiesen respectivamente al formalismo y a dos maneras diferentes de entender el expresivismo o el descriptivismo. Pero esto no es necesariamente así: la última opción –que la música puede tener una significación metafísica- fue también una posición formalista. Por ejemplo, para Hanslick, en función de las diversas maneras como organiza el tiempo (presto, adagio, forte, piano, crescendo, diminuendo, etc.), la música podía simbolizar la forma dinámica de los procesos psíquicos: no la vida emocional del compositor y de los oyentes, sino ‘la forma’ –el tiempo, el movimiento- de la vida emocional. En suma, la música podía expresar la esencia del sujeto, en tanto que sería formalización abstracta del tiempo o de la sucesión.

Pero no sólo esto. Como acabamos de decir, esta idea iba acompañada también de la tesis de que la música permitía acceder a la naturaleza auténtica de la realidad. Así, para F. Schelling, la música era un medio privilegiado para expresar la objetivación y el despliegue del Absoluto, gracias a la congruencia existente entre la necesaria temporalidad de la música y la intrínseca temporalidad de lo real y del yo[4]. Y algo similar sucedía también con G.W.F. Hegel: para este autor, también a partir de la necesaria temporalidad de la música y la indistinción entre forma y contenido que opera en ella, la música era capaz tanto de manifestar al Absoluto bajo la forma del sentimiento en sí, como de revelar al alma su identidad en el puro sentimiento de sí misma[5].

Pues bien, no deja de ser sintomático que fueran los formalistas los que, alejándose de un formalismo puro y programático, acabasen dando a la música una significación metafísica más profunda y más valiosa que la mera vida emocional. Y en este sentido también resulta revelador que autores como Schelling y Hegel, pese a no colocar jamás la música por encima de las prerrogativas de la razón, no obstante tuviesen una posición respecto de los poderes expresivos de la música de alguna manera cercana, con los matices que se quiera, a la que posteriormente defenderían autores tan contrarios al formalismo y al emotivismo fácil como A. Schopenhauer y F. Nietzsche. Por ejemplo, para Schopenhauer, la música podía llegar a expresar, mejor que la misma filosofía, la Voluntad ciega que se oculta tras el velo de Maia de los fenómenos, permitiendo además el consuelo metafísico y moral de una anulación momentánea del yo individual[6]. Por su parte, y en esta misma dirección a-racionalista, aunque con derivaciones éticas de afirmación de la vida y los instintos, para Nietzsche, la música era capaz de revelar el fondo dionisiaco de la realidad que se esconde tras lo apolíneo[7]

Como decimos, no deja de ser sintomático que los formalistas acabasen dando a la música una significación metafísica. Y es sintomático porque así parece cumplirse lo que podríamos llamar ‘la venganza del significado’: incluso aquellos que, de entrada, negaban, contra el emotivismo, que la música fuese un lenguaje semántico, posteriormente se veían impelidos a afirmar que la música tenía alguna significación. Y es que esta situación inestable del formalismo reflejaba algo esencial al arte, en general, y a la música, en particular: que el límite del arte es el sentido o la significación. Pero no avancemos tan deprisa y ocupémonos ahora del expresivismo.

El expresivismo es descriptivista y puede ser además emotivista si hace de la vida emocional el significado de la música[8]. Ahora bien, el emotivismo puede dar lugar a diversas posibilidades. Por ejemplo, se puede afirmar, que la música, al igual que el lenguaje verbal, es un lenguaje que tiene el poder de evocar de forma precisa y definida sentimientos y emociones en todos sus matices, de manera que sería posible traducir símbolos musicales a expresiones lingüísticas referidas a la vida emocional. Así, R. Schumann afirmó, comentando las Seis romanzas sin palabras de F. Mendelssohn, que podíamos imaginar que habían sido compuestas a partir de un texto literario, y que si este texto desapareciese y se le pidiese a otro poeta que lo volviese a escribir a partir de la composición musical, éste redactaría un nuevo texto coincidente con el original.

Por su parte, Mendelssohn, precisamente contra la inverosimilitud de un emotivismo tan simple, elaboró una posición más sofisticada. En una carta de 1842 respondiendo a la pregunta de cuál era el significado de sus Seis romanzas afirmaba que el lenguaje verbal, a diferencia de la música, es deficiente para expresar nuestra vida emocional. El lenguaje verbal, sin duda, es pobre en términos emotivos, pero éste no es el único problema. Su deficiencia obedecería a algo más profundo y radical: dada su intrínseca generalidad, las palabras son ambiguas e indeterminadas. La música, por el contrario, gozaría del privilegio de poder expresar de manera clara, precisa y determinada cualquier sentimiento y emoción. Y así, no es que la música exprese sentimientos o emociones demasiado indefinidos, sino sentimientos y emociones demasiado definidos como para ser expresados verbalmente.

En suma: la vida emocional no podría expresarse lingüísticamente porque las experiencias individuales serían únicas, privadas y con unos matices que se pierden en el uso de las palabras que es general, vago y con una significación no determinada. Por ejemplo, el dolor que una persona tiene no podría ser expresado correctamente con la palabra ‘dolor’, porque este sentimiento incluiría modulaciones que dependen de ser el dolor que es y no un dolor en general: por ejemplo, el dolor ante la muerte de un hijo, el dolor ante la pérdida del padre; que estas personas hayan sido las personas que han sido, y no otras; que las circunstancias de su muerte hayan sido las que han sido, y no otras, etc. Y aquí de poca ayuda sería el uso de perífrasis, porque lo determinante es el hecho de que se trata del dolor concreto que siente una persona determinada. Ahora bien, si las palabras no pueden tratar con este máximo de concreción, individualidad, determinación y privaticidad de nuestra vida emocional, la música, según Mendelssohn, sí puede y, además, lo hace significando lo mismo para distintas personas. Dicho de otro modo: el problema no es el de la relación entre música y vida emocional, sino el de la relación entre vida emocional y lenguaje. Por ello, la posibilidad de traducir las significaciones de la música sería muy limitada: no es posible expresar con el lenguaje cotidiano lo que la música puede llegar a significar, a saber, la vida emocional humana en todos sus matices[9].

Un planteamiento emotivista que también se aparta del emotivismo fácil  es el de J. Hospers, quien en la década de los 40 del siglo pasado propugnó la existencia de emociones y sentimientos específicamente creados y expresados por la música [10] . Según este autor, y por razones similares a las recién presentadas, Mendelssohn y los formalistas tendrían razón al afirmar que el lenguaje verbal no puede expresar lo que la música expresa. Ahora bien, de ello no se seguiría, como querría un formalista puro, que la música sea un fenómeno aislado o desconectado de la vida humana y que no transmita valores vitales o emociones: que la música esté privada de evocaciones definibles lingüísticamente no implica que carezca de cualquier evocación definida, por ejemplo, evocaciones definidas no definibles con palabras. Y la razón no es sólo que las experiencias ordinarias sean, como dijera Mendelssohn, únicas y, por ello, lingüísticamente intratables, sino que también son únicas e intratables con palabras nuestras experiencias y emociones musicales. Por ejemplo: una cosa es el sentimiento cotidiano de tristeza, y otra el sentimiento de tristeza que se puede tener en la fruición musical. Y el problema no es que ambos sean cuantitativamente diferentes, sino que son cualitativamente diferentes. La música, así, puede objetivar emociones y sentimientos que ninguna  otra cosa podría hacer.

Según Hospers, en el terreno del arte la emoción experimentada es distinta a la sentida al margen de la obra de arte, y se podría decir que si las experiencias de la vida son únicas y sólo aproximadamente descriptibles, las experiencias musicales son más únicas todavía, y respecto de ellas las palabras aún más desesperadamente inadecuadas. Con todo, habría afinidades misteriosas entre unas y otras: la música evoca experiencias semejantes a algunas de las que tenemos en la vida cotidiana, y ésta es la razón por la que usamos, al intentar describirlas, las mismas palabras, aunque sean inadecuadas. Sin ser nunca cualitativamente la misma tristeza, hay un parecido reconocible –una transición- entre la tristeza musical y la tristeza de la vida cotidiana.

Pues bien, de acuerdo con Hospers, si los formalistas hubiesen tenido en cuenta que las emociones y los sentimientos musicales son cualitativamente distintos de los cotidianos, no habrían insistido tanto en el aislacionismo de la música. A veces, y por falta de mejores recursos, usamos los mismos términos para describir la experiencia musical y la extramusical, cosa que lleva a confusiones; pero una vez vemos que son experiencias distintas, desaparece la tentación del emotivismo fácil. Es más, por este camino se descubre cuál sería el error del formalista puro y del emotivista fácil. Y es que no se trata ni de proyectar la vida emocional propia, ni tampoco de centrar la atención exclusivamente en los aspectos sintácticos o arquitectónicos de la música sin experimentar ninguna emoción. Según Hospers, la fruición estética no es posible sin emociones: si no sentimos nada, no hemos captado el quid de la música, porque la emoción estética, no la emoción del emotivista fácil, sería el límite del arte [11]

2.- Disolución del dilema.

Llegados aquí, será conveniente que recapitulemos y hagamos balance. El dilema ‘formalismo-expresivismo’ se nos ha presentado como una pugna entre opciones extremas que pretenden hacerse cargo de la semanticidad de la música. Ahora bien, ¿se trata posiciones enconadas e irreconciliables? O por el contrario: ¿no habría alguna manera de superar el dilema? Es más: ¿dicho dilema es, en realidad, un dilema inevitable o se trata más bien de un falso dilema que surge de una errónea consideración de los conceptos de ‘significación’ y ‘comprensión’ en la música? De entrada, cabe señalar que ambas posiciones tienen su buen corazón. Por ejemplo, es posible y legítimo encontrar significaciones en la música haciendo uso de la vida emocional, como también lo es no hacerlo en absoluto y prestar atención sólo a la calidad de los sonidos y a la arquitectura de la estampa musical. De hecho, aunque habría oyentes inclinados hacia el emotivismo y otros propensos al formalismo –en este sentido el dilema tendría una base temperamental ineliminable-, no obstante, es notorio que todos, en grados diversos y en momentos diferentes, somos capaces de mantener ambas actitudes.

Desde luego, un formalista puede reconocer esto último, aunque valorándolo jerárquicamente, pues el formalismo tiende a distinguir dos tipos de oyentes: el emotivo, que escucharía la música de forma no auténtica o patológica, y el experimentado y maduro, que sólo aprecia la música en sus valores musicales, es decir, en la belleza que le es propia independientemente de la psique y de la vida humana [12] . El problema, sin embargo, de esta valoración es que demasiado restrictiva, pues acaba negando que la mayoría de los oyentes realmente entiendan algo en la música, circunscribiendo la comprensión a una especie de elite. Y aquí el problema no es la falta de generosidad democrática, sino ir contra los hechos. Pero es más, es el propio formalismo el que no cumple lo que promete: como ya hemos visto, el formalismo es una posición inestable que persiguiendo salvaguardar la autonomía y el aislamiento de la música, suele acabar defendiendo que la música significa algo metafísico más profundo y valioso que la mera vida emocional. Y en este sentido  el emotivismo sería más coherente -desde el principio reconoce la conexión de la música con la vida-, y así parece más apto para hacer justicia a los fenómenos ordinarios de la significación y la comprensión musicales. 

Ahora bien, tal vez haya una salida al dilema, alguna tercera vía que, recogiendo los méritos de las otras dos supere el impasse. Y esto es precisamente lo que parece animar tanto al formalismo metafísico como a la propuesta emotivista de Hospers. En ambos casos, aunque de maneras diferentes, la música y las experiencias musicales no se encontrarían desconectadas de la vida y de la realidad. Sin embargo, el formalista no tiene por qué debatirse entre en un formalismo puro y un formalismo metafísico, es decir, no tiene por qué luchar entre la negación y la venganza del significado. Le queda aún otra opción: afirmar que los símbolos musicales son incompletos, necesitando de la actividad humana para alcanzar su completud. O mejor todavía: reconocer que los sonidos devienen música y, por tanto, algo significativo sólo en función de lo que los humanos hacen con la música y dicen sobre ella, esto es, que la música y sus significaciones son objetos intencionales. Y así, esta versión de formalismo podría denunciar el dilema inicial como resultado de ciertas presuposiciones semánticas y epistemológicas inaceptables que compartirían tanto el expresivismo como el formalismo puro. En realidad, el dilema se habría producido porque, preguntándose por el significado y la comprensión en la música, ni unos ni otros se habrían preguntado qué significa hablar de significado y de comprensión. Por ello el dilema sería un falso dilema que, más que resolver, debiéramos disolver.

Efectivamente, el formalismo puro y el emotivismo comparten las siguientes dos tesis: la idea de que el significado que tiene, o no tiene, la música ha de ser interpretado en clave de entidades o referencias, esto es, estados o procesos psicológicos (contenidos mentales); y la idea de que entender es, o no es, algún proceso de traducción o de descodificación mediante el cual el oyente es capaz de saber a qué contenidos mentales se refiere la música. Y aquí la negación del formalista puro vale tanto como la afirmación expresivista, pues es una negación que ve lo negado como la única posibilidad de entender qué es la significación y la comprensión. Y lo mismo valdría para el formalismo metafísico, ya que también aquí lo significado es asimilado a algo pretendidamente referido, y la comprensión a algo que supuestamente equivale a una traducción, aunque los mecanismos de referencia y traducción sean más complejos, indirectos u oblicuos [13] . Ahora bien, el referencialismo semántico y la asimilación de la comprensión musical a la traducción lingüística dan lugar a una imagen que no hay por qué aceptar, pues ¿por qué la música no podría significativa y comprensible de otra manera?

Una intuición de este estilo es la que parece animar las reflexiones de E. Fubini [14] . Según este autor, el problema de la semanticidad de la música surge porque en la música el lenguaje ordinario no actúa como marco de referencia, cosa que sí acontece normalmente en los restantes ámbitos artísticos. Por el contrario, la música se sirve de lenguajes creados ex profeso para un uso musical: por ejemplo, el conjunto de reglas y prohibiciones de la armonía que en Occidente fueron fijadas a partir de la Edad Moderna, o el conjunto de reglas y prohibiciones que autores como A. Schoenberg o A. Berg en las primeras décadas del siglo XX establecieron como propias de la música dodecafónica y de la música atonal. Estas reglas serían para la música lo que en el lenguaje es la sintaxis -expresan sólo funciones lógicas que regulan la organización de la composición- y, por ello, sólo tienen un significado funcional.

Así las cosas, el empeño expresivista de construir léxicos a partir de estructuras sintácticas musicales o el intento de aquellos formalismos que pretender atribuir a la música poderes metafísicos carecen de sentido: son tan absurdos como querer extraer conclusiones de la estructura ‘sujeto-verbo-predicado’ de las lenguas indoeuropeas. Y es que las diversas sintaxis que la música puede usar tienen un carácter convencional e histórico. Con todo, su elección y uso no están desconectados de la cosmovisión y de los valores de los seres humanos; incluso, a veces elegir una sintaxis u otra puede ser una elección ética y no únicamente estética [15] . Y en este sentido la música, lejos ya de la tesis aislacionista del formalismo, sería expresiva y significativa, aunque no lo sea en el sentido en que el expresivismo tradicionalmente creyó.

El error habría sido, por tanto, pensar que la música había de ser significativa como lo son los usos descriptivos del lenguaje verbal, o que por no poder serlo así no era significativa en absoluto. Sin embargo, esto está injustificado: existen diversos niveles de semanticidad, y ni siquiera todos ellos son conceptuales ni descriptivos. En realidad, la semanticidad de la música, tanto por lo que se refiere a la sintaxis o a la elaboración de obras concretas, estaría sin determinar –el símbolo musical es incompleto, necesitado de consumación-, y esto es lo que permite que su significación esté permanentemente abierta. En otras palabras: la semanticidad de la música no se constituye a partir de partituras dotadas per se de una significación, sino que es una significación abierta, contextual, histórica y verificable a posteriori.

Es difícil negar las opiniones de Fubini. Ahora bien, no parece que agoten todo lo que puede ser dicho. La suya es básicamente la perspectiva del historiador que busca respuestas a preguntas como “¿qué significa la música atonal?”, “¿qué significó en su época y qué significa ahora la música de Beethoven?”, “¿qué pretendía Liszt con su  Sonata en si menor?”, “¿significan algo los silencios en las obras de John Cage?”, etc. Sin embargo, estos interrogantes no son lo que le interesa al epistemólogo, ya que no se interrogan por el significado y la comprensión en la música. En otras palabras: debemos diferenciar entre el problema de la significación de la música y el problema de la significación en la música. Sin duda, en ocasiones ambos problemas pueden darse unidos -por ejemplo, en el formalismo metafísico y en el emotivismo-, pero conviene mantenerlos separados porque obedecen a perspectivas diferentes. Pues bien, a partir de ahora, acogiéndonos a la preposición ‘en’, abordaremos el problema de la semanticidad de la música bajo una perspectiva meramente semántica y epistemológica.

3.- La música como objeto intencional.

Siguiendo a R. Scruton, la primera pregunta que hemos de hacernos es qué convierte al sonido en música [16] . Así, según este autor, los sonidos son un tipo especial de entidad diferente a las cosas y las propiedades. A diferencia de las cosas, los sonidos acaecen –no ocupan un espacio, pese a producirse en un espacio, y nunca están hechos y acabados, pues cuando lo están ya no existen; además, y a diferencia de los colores, las formas, las medidas, etc., tampoco son propiedades de los objetos que los provocan. Por el contrario, un sonido acaece sólo cuando es producido, y cesa cuando cesa su modo de producción. Así, y pese a ser acontecimientos que mantienen relaciones causales con acontecimientos físicos, los sonidos son acontecimientos de índole especial: mientras que la identificación de los acontecimientos físicos depende de los cambios que observamos en las cosas -por ejemplo, una colisión de un coche a partir de los cambios en el coche-, en el caso del sonido, y si atendemos sólo al sonido, lo identificamos sin atender a los cambios en las cosas. Es más, así como en el caso de los acontecimientos físicos es posible preguntar cuántos cambios se han producido, dependiendo la respuesta de los puedan ser detectados, en el caso de los sonidos, dada la vaguedad del concepto de sonido individual, la respuesta sería arbitraria: por ejemplo, no está claro cuantos sonidos hay cuando varios instrumentos suenan al unísono. En suma: los sonidos, en tanto que percibidos, son autosuficientes, autónomos, y podemos escucharlos sin atender a sus causas: son puros aconteceres. Con todo, son objetivos: forman parte de la realidad.

Ahora bien, ¿qué convierte al sonido en música? De acuerdo con Scruton, no es la altura, ni el ritmo, ni la armonía, ni el color. Por ello, aquí la pregunta, y así parece entenderlo Scruton, no es qué convierte una estructura de sonidos en música, sino ¿en qué consiste escuchar una estructura de sonidos como música? Y es que la razón por la que los sonidos se convierten en música no es alguna propiedad intrínseca a los sonidos o a la manera como están organizados, sino extrínseca, y hay que buscarla, como decíamos antes, en la actividad de los sujetos que los escuchan. En otras palabras: la música no existe por sí misma, instanciada en los sonidos, sino que existe únicamente en tanto que hay sujetos que la reconocen o identifican como tal.

Los sonidos escuchados como música son escuchados, dicho metafóricamente, dentro de un campo de fuerza musical. La situación sería similar al caso de escuchar un sonido como una palabra, ya que lo que convierte el sonido en palabra, no es algo intrínseco al sonido, sino tanto la gramática del lenguaje, como la actividad y el contexto lingüístico en que aparece. Igualmente, escuchar un sonido como música es ordenarlo en una determinada relación con otros sonidos reales y posibles, y así escucharlos en un espacio propio. Por ello, los sonidos que son música no son escuchados mezclados con los otros sonidos del mundo circundante. Además, también por esta razón tampoco escuchamos los sonidos de la música como parte del orden causal físico, sino como parte de un orden causal virtual: cada sonido es percibido como consecuencia o continuación de los sonidos anteriores y como preparación de los siguientes. Hay aquí, por tanto, una especie de 'causalidad virtual' en un ‘espacio virtual’ generado por un ‘campo de fuerza virtual’. O mejor dicho: apariencia, sólo apariencia, de espacio, de causalidad y de fuerza. Y el resultado es que la música crea la apariencia de movimiento, un ‘movimiento virtual’: en música la experiencia de movimiento sería ineliminable, pues sin ella no habría música. Ahora bien, en realidad, nada se mueve: sólo nosotros escuchamos la imagen musical como un espacio con localizaciones distintas de sonidos que se suceden, se atraen, se repelen, cambian, etc. [17] .

Es importante reparar en el hecho de que el espacio que crea la música sea percibido como un espacio de una única dimensión, pues un espacio así percibido no es otra cosa que tiempo. O mejor: temporalidad no espacializada –es decir, no percibida en dos dimensiones-, sino percibida como sucesión: una sucesión en la que los instantes no coexisten unos al lado de otros como están los puntos en la línea, sino como un estar ‘delante-detrás’ unos de otros. Y, así, el tiempo de la música vivida, no el tiempo de la interpretación musical, no sería el tiempo de los objetos físicos –el tiempo del calendario o del cronómetro-, sino el de la instantaneidad efímera de lo que acontece y desaparece ante nosotros, un tiempo percibido en profundidad o transversalmente, no longitudinalmente, un tiempo de retenciones y anticipaciones. Por ello el movimiento virtual que crea la música no es un movimiento para ser contemplado, sino para ser vivido, para abandonarse a él.

Ahora bien, el espacio, la causalidad, el movimiento virtuales de la música están organizados en alturas, colores, ritmos, melodías, armonía, acordes, frases, motivos, citas, etc. Y estos recursos, en tanto que organizadores, no se encuentran por sí mismos en los sonidos –en el mundo físico de los sonidos-, sino que pertenecen al mundo intencional de la música: son resultado de la actividad imaginativa y creadora de los oyentes, y sólo tiene sentido decir que existen, que organizan el material de los sonidos, en tanto que los oyentes los reconocen. En suma: escuchar música es un caso de ‘percibir como’, y la música es el objeto intencional de la percepción musical: lo que escuchamos en los sonidos cuando escuchamos los sonidos como música. Como decíamos antes, la música no existe por sí misma, sino sólo en tanto que los humanos reaccionan ante ciertas estructuras de sonidos reconociéndolas como música [18] .

Este análisis, sin embargo, dejaría todavía en el aire la cuestión de cómo explicar esta capacidad humana de escuchar los sonidos como música. Y aquí dos grandes opciones se nos presentan: o bien apelar a una temporalidad de la conciencia como aquella estructura inmanente al ser humano que dota de sentido a los sonidos, o bien reducir el análisis a la mera constatación de las actividades en que los seres humanos hablan sobre la música y su significación. Centrémonos, de momento, en esta segunda alternativa: más adelante, al considerar el problema de los límites de la percepción musical y del problema del juicio estético, trataremos de la primera.

Pues bien, para esta segunda opción, entender una pieza musical concreta, lejos de ser un ejercicio traducción, consistiría en el conjunto difuso y abierto de actividades que los seres humanos son capaces de desarrollar en torno a ella, teniendo presente, claro está, el conocimiento implícito de la gramática musical que nos viene dado por la tradición musical a la que pertenecemos y en la que hemos estado aculturizados. Por ejemplo, y como sugiere el segundo Wittgenstein, gesticular de cierta manera, bailar, silbar, canturrear la pieza musical de que se trate, interpretarla con algún instrumento; o actividades lingüísticas como compararla con otras piezas musicales u otras músicas, o con otras obras de arte, o relacionarla con situaciones vitales o experiencias, tanto del autor como de los seres humanos en general, o ponerla en conexión con contextos sociales e históricos, etc.

Y lo mismo valdría para la significación, ya que ésta no sería algo distinto y añadido a estas actividades, esto es, alguna entidad acompañando a la música. Sin negar que, en ocasiones, puedan tener su importancia las emociones, los sentimientos o la mera apreciación del carácter musical de los sonidos, sin embargo, ni lo uno ni lo otro será nunca algo esencial, y cuando se apele a ello siempre será dentro de las actividades humanas en torno a la música. Por ello, explicar a otro la significación de una pieza musical consistirá en introducirlo en estas prácticas. Y es que si entender la significación de determinada pieza musical es un caso de ‘percibir como’, explicar esta significación será hacer que el otro perciba o escuche como, es decir, un míratelo de esta manera, o escúchalo o interprétalo así y así, donde la respuesta del aprendiz podrá ser un “ya sé cómo continuar” o “ahora ya sé qué hacer con esta música”, etc [19] .

Pero evitemos malentendidos. No es que la significación sea equivalente a ciertas pautas conductuales, o que entender sea exhibir ciertos comportamientos y explicar consista en adiestrar en determinadas respuestas. No, el concepto clave aquí no es la mera conducta, sino la expresión o, mejor, la acción expresiva, de manera que cuando entendemos nos expresamos, y cuando explicamos propiciamos que los otros accedan a formas nuevas o más sofisticadas de expresión. En este sentido, una vez más debemos seguir el dictum wittgensteiniano y dejar de preguntarnos por el significado, fijándonos sólo en el uso, en la acción simbólica y expresiva humana [20] .

El error, por tanto, habría sido considerar, bajo el paradigma del referencialismo semántico, que la relación significante-significado era externa, que el significado podía existir independientemente del significante, cuando en realidad, dicha relación es interna: podríamos decir que la acción expresiva –el conjunto abierto y difuso de actividades que los humanos despliegan en torno a la música- no es el síntoma de la comprensión o de la significación, sino su criterio. O mejor todavía: que la comprensión y la significación no son nada que esté más allá de la acción expresiva: es la expresión la que hace existir la significación y la comprensión [21] .  Por ello, carece de sentido hablar de significación y comprensión como algo absoluto, hecho y acabado o, incluso, como algo que se nos promete y está a la espera. Mejor sería decir que son procesos inacabables y en permanente revisión, en los que decir, por ejemplo, “cada vez lo entiendo mejor” solo significaría algo semejante a “cada vez soy capaz de hacer más cosas con esta música” o “cada vez soy capaz de hacer mejor con esta música lo que se me pide que haga desde determinados cánones o tradición”.

Ahora bien, ¿estas actividades expresivas y reacciones de reconocimiento son sólo un asunto de tradición y aculturización o dependen también de la naturaleza humana, por ejemplo, de la temporalidad inmanente de la conciencia? O preguntándolo de otra manera: ¿existen límites en la percepción musical, es decir, límites más allá de los cuales los humanos no pueden percibir ya los sonidos como música? Y si los hay, ¿son límites culturales o naturales? Y en el caso que sean límites culturales, ¿tendrá sentido hablar de objetividad en el juicio estético aplicado a la música? Y viceversa: de tratarse de límites naturales, ¿será obligado aceptar la existencia de juicios estéticos absolutos?

4.- Límites y objetividad en la percepción musical.

Por lo que respecta el problema de la objetividad del juicio estético parece obvio que la música puede ser entendida o malentendida, y ello en diversos grados. Igualmente, también es evidente que podemos enseñar a entender la música, es decir, hacer que alguien escuche la música dando un sentido al orden y a la estructura de los sonidos. De hecho, esto último sería cierto incluso para el caso propio: por ejemplo, ante obras nuevas o ante estilos musicales inusitados solemos escuchar una y otra vez esas músicas hasta que adquieren significado para nosotros. Ahora bien, también parece indiscutible que hay propuestas musicales que se nos resisten, y ello o porque no nos agradan en lo que significan o porque tendemos a considerarlas sólo como ruido o puro sonido. Pues bien, ¿hay alguna manera de tratar con todos estos fenómenos desde la posibilidad de un juicio estético objetivo?

La existencia de objetividad no tiene por qué implicar unanimidad, y así deberíamos estar preparados a hablar de una objetividad no universal [22] . Objetividad hace referencia al hecho de que pertenecemos a tradiciones, a determinadas formas de vida cultural y estética que deparan cánones de valoración. Ahora bien, estas tradiciones o formas de vida no son únicas ni monolíticas, sino, en realidad, un conjunto fluctuante, difuso y abierto de tradiciones y de formas de vida que conviven y, a la vez, pugnan entre sí, con lo que la unanimidad no está garantizada: la objetividad se refiere a las coincidencias, mientras que la pluralidad –la falta de unanimidad- depende de las discrepancias dentro y fuera de las tradiciones. Por ello, hablar de la música y sus significaciones como objetos intencionales no significa caer ni en el subjetivismo, ni en el relativismo del todo vale: sin haber juicios estéticos absolutos, hay cánones objetivos de valoración aportados por las tradiciones; cánones que, sin embargo, no exigen una aceptación universal, ya que la pertenencia a una tradición no está reñida con las innovaciones, las novedades, las rupturas, etc. En suma: tan poco sentido tendría hablar de juicio estético absoluto, como mantener una concepción absoluta de la significación y la comprensión en música. Pero ocupémonos ahora del problema de los límites.

            ¿Puede la música llegar a su autodestrucción? ¿Hay límites para la experiencia musical más allá de los cuales lo que escuchamos ya no merece ser calificado como música? ¿Cuál es la naturaleza de estos límites? C. Lévi-Strauss ha abordado estas cuestiones a partir del análisis de la temporalidad humana y la temporalidad de la música. En su opinión, y una posición semejante defiende Fubini, hay límites natuales en la percepción musical: si la música se separa totalmente de la temporalidad natural humana, la música pierde su capacidad comunicativa, y los humanos podrían incluso no percibirla como música. Dicho de otra forma: por debajo de las variaciones y diversidades históricas y culturales de los lenguajes musicales habría leyes naturales de creación y percepción ligadas a la estructura temporal de los seres humanos [23].

            Según Lévi-Strauss, el tiempo es, a la vez, el elemento esencial de la música -aquello por lo que los sonidos devienen música-, y la esencia del sujeto. Y justamente por esta coincidencia o complicidad el sujeto puede percibir los sonidos como música, encontrar en la música significaciones, o reencontrarse consigo mismo y liberarse de los avatares de la existencia. Y es que la música actuaría usando dos entramados temporales: uno psico-fisiológico y, por tanto, natural (la periodicidad de las ondas cerebrales, la capacidad de memoria, el poder de atención, y ritmos orgánicos como el cardiaco, el respiratorio, etc.); y otro cultural y, así, arbitrario y, en principio, de infinitas posibilidades, que consiste en sonidos y estructuraciones de sonidos. Estos dos niveles de articulación del tiempo serían ineliminables, y la música actuaría en ambas direcciones generando una continua transacción entre naturaleza y cultura: la música explota el tiempo psicofisiológico del oyente, haciendo que adquieran de sentido  discontinuidades temporales que de otro modo quedarían latentes. Por ello la fruición musical no consiste en un mero goce contemplativo, sino en una relación activa mediada por tensiones, resoluciones, expectativas, etc. entre la obra y las más profundas, y quizás inconscientes, estructuras temporales del sujeto[24].

Lévi-Strauss deriva de este análisis su critica a las vanguardias musicales del siglo XX. En su opinión, y esto sería una ejemplo claro de juicio estético absoluto, la dificultad de la música dodecafónica y la música atonal no deriva de una falta de costumbre o de preparación. No, el problema reside en el hecho de que estas músicas deliberadamente han roto toda transacción posible entre el material sonoro y el elemento natural -la temporalidad del sujeto-, haciendo imposible que el continuum temporal humano conecte con el tiempo musical: no es posible vivir las temporalidades que nos proponen esas músicas. Y el resultado es que el  material sonoro deviene un puro fetiche, perdiendo todo poder semántico. Ya no estamos ante música, sino ante experimentos hechos con los sonidos, esto es, arte sonoro. Y es que la música no puede ser sólo aritmética del sonido; ha de ser también, si ha de ser percibida como tal, aritmética humanamente contable [25] .

Ahora bien, este terreno es sumamente resbaladizo. De entrada, no está claro que temporalidad humana y naturaleza humana sean conceptos tan bien definibles como se nos dice; además tampoco es obvio que se trate de algo que no cambia y que sea exactamente idéntico en todos los seres humanos; por último, ni siquiera está garantizado que la temporalidad sea algo esencial a la música. Por ejemplo, ¿qué tienen que ver con la temporalidad conceptos como los de ‘tensión’, ‘repetición’, ‘anticipación’, ‘expectativa’ ‘resolución’, ‘final’, etc. o las metáforas de Scruton de ‘campo de fuerza virtual’, ‘causalidad virtual’, etc.? Si definimos ‘temporalidad’ como mera sucesión parece que nada. Por el contrario, si definimos ‘temporalidad’ como  ‘movimiento-reposo’ parece que mucho, pero esta última maniobra ya es una determinada concepción de la temporalidad. Es más, aunque fuese cierto que los humanos viven el tiempo de esa manera, ¿por qué la música estaría obligada a ello también? ¿No podría pasar aquí lo mismo que acontece con el ritmo? Existen muchas músicas basadas en el ritmo, pero el ritmo, que es una manera de vivir y contar el tiempo, no es una asignatura obligada para la música.

            Tal vez, podamos entender mejor todo este problema ayudándonos del concepto wittgensteiniano de 'forma de vida'. Éste es un concepto límite en el orden de las explicaciones filosóficas –el orden de las razones-, y equivale a un “así y así actúan y reconocen los seres humanos”, donde este “así y así”, que es una amalgama de reacciones naturales y respuestas culturalmente mediadas, y es el suelo rocoso donde la pala filosófica se dobla y no puede continuar, no es algo fijo e inamovible, sino que está abierto a fluctuaciones. Pues bien, a diferencia del concepto de 'naturaleza humana' que reclama rasgos esenciales de lo humano, dentro del concepto de 'forma de vida' sólo entran las reacciones y acciones que normalmente exhiben la mayoría de los humanos, acciones y reacciones que además sería confuso, o podría llevar a error, categorizar, mediante una disyunción exclusiva, o como culturales o como naturales.

            Efectivamente, los límites entre naturaleza y cultura, siendo claros en casos extremos o paradigmáticos, no son fácilmente determinables en el resto [26] . La relación entre naturaleza y cultura no es una relación de simple recubrimiento donde la cultura sea un añadido a la naturaleza;  por el contrario, y dejando de lado casos como digerir o escribir un poema, lo que tenemos son formas de imbricación, sofisticación, sustitución, etc. donde naturaleza y cultura forman un continuum de difícil y, a veces, intratable división conceptual. Es más, desde este planteamiento nada habla en contra de posibles modificaciones de las supuestas reacciones meramente naturales de los humanos.

            Por ello, los análisis anteriores sobre la temporalidad natural humana y los juicios estéticos absolutos que se derivan, deviene más que problemáticos. Y en este sentido no hace falta postular la posibilidad de seres dodecafónicos, atonales, o de seres que encuentren significativas las ‘instalaciones’ que realiza el llamado ‘arte sonoro’. No, el problema es que tales análisis no serían otra cosa que una exageración metafísica procedente de una visión esencialista de la naturaleza humana que, además, y muy al estilo del romanticismo, pretende sacralizar tanto la música como al yo a través de una determinada preconcepción de la temporalidad y de su valor para la música [27] . Y, por supuesto, nada de esto se sigue necesariamente de afirmar que entender los sonidos como música y encontrar en ella significaciones sean manifestaciones naturales de los seres humanos dotadas de expresiones características y mediadas culturalmente, es decir, de afirmar que la música es el objeto intencional de la percepción musical.

En música podemos seguir las reglas de composición establecidas o podemos romperlas, y lo podemos hacer con diversos grados de radicalidad: con una evolución lenta, desarrollando posibilidades más o menos implícitas, como sería el caso de la historia de la armonía; o creando nuevas reglas en continuidad con las anteriores, como hizo la dodecafonía; o mediante una ruptura radical como, por ejemplo, la música atonal; o incluso con casi un cambio de tema como hace el ‘arte sonoro’. Ahora bien, la ruptura siempre tiene límites. Y no es un problema de emociones -como diría Hospers- ni de temporalidad -como afirmaba Lévi-Strauss-, sino de que los seres humanos, o algunos de ellos, encuentren, a veces después de arduo trabajo personal, las innovaciones como significativas, pues el límite del arte no es otra cosa que el sentido.

Y esto no es nada sorprendente: vale también para el lenguaje o para los utensilios y las herramientas. El arte, y también la música, está en continuidad con el resto de la vida humana contribuyendo incluso a su formación, y no puede pretender carecer de significado, pese a que a veces sea difícil determinar el sentido o los sentidos de las obras de arte. Y es que el arte, en general, y la música, en particular, aunque lo hagan de maneras indirectas u oblicuas, expresan maneras de ver el mundo. Por ello, en ocasiones, las obras de arte pueden clarificar o iluminar aspectos de nuestras vidas, contribuyendo, así, a nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos.

Sin duda, estas reflexiones finales parecerán decepcionantes para los que quieren ver en el arte o en la música algo metafísico. Sin embargo, bien está que la filosofía, sin ser una actividad decepcionante, decepcione a aquellos que con su práctica buscan excesos. Después de todo, decepcionar no es un mal destino. Además de esta manera la filosofía nos deja las manos libres en la actividad de buscar y dar significaciones, sentidos, que es realmente la tarea humana, tanto en eso que hemos venido a llamar ‘arte’, como en el resto de nuestros quehaceres.

Publicat en  Daimon. Revista de filosofía, nº 31, pàgs.: 71-88.
Universidad de Murcia, Murcia, 2004.

 


[1] Vid., Hanslick, E., On the Musically Beautiful (1854), Indianapolis Hackett Publishing, 1986.

[2] Para Berlioz era esencial que Beethoven en la Pastoral, hubiese intentado expresar conceptos e imágenes, superando los límites puramente sonoros del lenguaje musical. Prueba de ello serían los títulos de los movimientos de esta obra: 1. Despertar de plácidos sentimientos al llegar al campo; 2. Escena junto al riachuelo; 3. Animada reunión de campesinos; 4. Truenos. Tormenta; 5. Canto de los pastores. Sentimientos de alegría y gratitud después de la tormenta. Berlioz produjo así una música expresiva y descriptiva –de programa- que seguía una idea de composición: por ejemplo, la Sinfonía fantástica, estrenada en 1830, y Harold en Italia, obras cuyos movimientos llevan títulos también claramente descriptivos. A su vez, para Liszt, la gran audacia de Beethoven fue intentar una nueva estructura musical dentro de la forma de la obertura sinfónica –por ejemplo en Egmont. Con todo, este intento debía ser completado, y éste era el objetivo de los ‘poemas sinfónicos’ que ni seguían la estructura de cuatro movimientos de la forma sonata –su estructura es una unidad concebida como expresión de una idea temática-, ni una elaboración de los temas musicales bajo reglas fijas, sino siguiendo formas musicales libres. Por su parte, Wagner consideró la Coral, como su punto de partida, ya que en esta obra, al igual que en Fidelio o en la Missa Solemnis, Beethoven habría confiado a la palabra el perfeccionamiento del sinfonismo. Para Wagner la intervención del canto en esta obra constituía el precedente de su proyecto de la “obra de arte total” (Gesamtkunstwerk) o “drama musical”. Como es sabido, Wagner llevó a cabo este proyecto en  Bayreuth a partir de 1876 con El anillo de los Nibelungos, Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Nuremberg y Parsifal. Pues bien, lejos de estas posiciones cabria situar a Brahms, quien contaba con el apoyo del gran público que seguía las ideas del pianista y director de orquesta Hans von Bülow, ex-yerno de Liszt -Cósima Liszt se había escapado con Wagner en 1868. Bülow consideraba que la música alemana era Bach, Beethoven y Bramhs –las tres B-, y numeraba las sinfonías de éste último a partir de la Novena de Beethoven. Ahora bien, como se ha dicho alguna vez, quizás Brahms estuviera atrapado en parte por una imagen de sí mismo que no correspondía del todo a la verdad, ya que, más allá de ser un mero guardián de la tradición, pertenecía también a los nuevos tiempos: de hecho, su música tiene un claro aire nostálgico y otoñal, cuando no descriptivo.

[3] El problema, sin duda, tenía causas sociales e históricas. En contra de la concepción utilitaria y funcional del siglo XVIII –el músico como trabajador al servicio de la Iglesia o de la nobleza cuya misión era producir música para celebraciones religiosas y sociales- aparecieron nuevos modos de entender el valor de la música, nuevas maneras de escucharla y una nueva consideración del músico. En concreto: comenzó a valorarse al compositor como un genio, y a la música como un arte autónomo. Igualmente, con la aparición de las salas de concierto, la música empezó a interpretarse ante un público que, en penumbra, absorto y concentrado, la escuchaba por sí misma como un objeto de fruición estética. Además, la música se independizó también de la palabra, pues con anterioridad, en el melodrama, y a excepción de Mozart, era usual considerarla al servicio del libreto. Por último, y contra el predomino de la razón en la estética iluminista, la subjetividad comenzó a ser tratada como el ámbito objetivo del juicio estético: no el juicio particular de un sujeto concreto, sino un juicio cuya universalidad y objetividad se basarían en la universalidad y objetividad del sentimiento. Así, y como veremos en seguida, la música, en tanto que expresión del sentimiento -órgano de acceso al Infinito- era contemplada como capaz de capturar la palpitación más secreta del Universo, y así sólo el sentimiento, y no la razón, podía juzgarla y entenderla. (Para estas cuestiones vid., Fubini, E., La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX (1976), Alianza Música, Madrid, 1988, Caps. IX-XII).

[4] Para Schelling, el arte es la representación de lo Infinito y Universal en lo finito y particular, la objetivación de lo Absoluto en el fenómeno. Y esta objetivación, que puede verificarse bien en los aspectos ideales –artes de la palabra-  o en los materiales de la obra artística –artes figurativas o reales-, en el caso de la música se efectúa en tanto que ésta depende del sonido. En este sentido, la música sería el arte más físico -el sonido sería la materia inorgánica privada de forma- y, sin embargo, tiene un estatus privilegiado. El ritmo que, a diferencia de los aspectos ideales como la armonía o la melodía, es el elemento real de la música –la música dentro de la música-, en tanto que expresión de la unidad de la sucesión o temporalidad –la unidad en la multiplicidad de los sonidos-, es expresión de la objetivación del Absoluto. Efectivamente, la sucesión -el tiempo- es la forma necesaria de figuración de la música, pues es lo que convierte el sonido en música. Ahora bien, el tiempo es también la manera como lo Infinito o Absoluto se objetiva de manera abstracta en la realidad, de manera que la música puede captar tanto la realidad en su aspecto más elemental –la materia- como ejemplificar su forma abstracta. Y lo mismo valdría para la forma abstracta del sujeto: el principio del tiempo en el sujeto es la autoconciencia, la imagen de la unidad de la conciencia en su multiplicidad, la unidad en lo ideal. Por ello, la música si bien es el arte que por un lado más se acerca a la materia en estado bruto, por otro, puede considerarse el más abstracto y espiritual, el arte más alejado de la corporeidad. He aquí su privilegio. (Vid., Schelling, F., Lecciones sobre filosofía del arte, México: F.C.E, 1948).

[5] En Hegel la finalidad del arte es la expresión del Esíritu Absoluto bajo la forma de la intuición sensible, y ello se realiza de una manera más o menos perfecta en función del material que usa cada arte. Por ejemplo, la pintura, la música y la poesía no simbolizan el Espíritu mediante alguna forma externa, como ocurre en la arquitectura y la escultura que se sirven de la materia pesante e inerte, sino por su forma interna que es la subjetividad, el sentimiento tanto en su infinitud, como en su particularidad finita. Ahora bien, mientras que la pintura lo hace a través de la forma visible externa, el elemento propio de la música es la interioridad en sí, el sentimiento invisible que sólo puede manifestarse en una realidad efímera. He aquí por qué el alma, el espíritu en su unidad inmediata, en su subjetividad -la pura impresión- constituye la esencia de la música. A su vez, la poesía sería el verdadero arte del Espíritu, ya que sólo la palabra puede expresar lo que la conciencia concibe con el pensamiento. Sin embargo, lo que la poesía gana desde el punto de vista de las ideas lo pierde del lado de la sensibilidad, pues ni se dirige a los sentidos como la pintura, ni al puro sentimiento como la música: el medio físico de la poesía -el sonido- no conserva el valor de objeto sensible, no es signo de sí mismo, sino signo del pensamiento que expresa. Y es por este máximo de espiritualidad que la poesía es a la vez la cima del arte y el primer síntoma de su muerte: la poesía dejar de ser arte para dar paso a la religión y a la filosofía. Por el contrario, en la música el valor del sonido se agota en sí mismo, y por ello la música expresa la interioridad -el Espíritu- mediante el sentimiento. Y es que la negación del sonido que hace la poesía, en música sólo llega a ser subjetivación. Efectivamente, la música mediante el sonido expresa su contenido espiritual, y tiene una doble interioridad, pues puede expresar tanto los sentimientos particulares, como el sentimiento en sí. Ahora bien, la música trabaja el sonido según las leyes de la cantidad, creando variaciones cualitativas y cuantitativas en el tiempo. Por ello, la música es un arte temporal que penetra en la parte más íntima del alma, pues la subjetividad, siendo esencialmente temporalidad, tiene una afinidad originaria con la música. He aquí su privilegio: es el único arte en el que no hay separación entre los materiales –los sonidos- y la idea, o entre forma -los sonidos en su temporalidad- y el contenido –el espíritu como sentimiento. Así, en la música tiende a desaparecer la distinción sujeto-objeto en el flujo de la conciencia, ya que el tiempo no sólo es el ser del sujeto y lo que convierte al sonido en musica, sino que además el tiempo del sonido llega a ser también el tiempo del sujeto. El tiempo de la música no es un flujo indeterminado, sino ordenación: determina e impone una medida a la sucesión. Igualmente, el yo tampoco es una sucesión indeterminada: el yo no es una identidad real mientras que no se reconoce como identidad en la diversidad. Y esto puede hacerlo el yo a través de la temporalidad de la música: el yo se encuentra a sí mismo y se reconoce en la música bajo la forma del sentimiento. Por ello, la misión de la música no es expresar emociones o sentimientos particulares, aunque pueda hacerlo, sino revelar al Absoluto bajo la forma del sentimiento en sí, y en revelar al alma su identidad en el puro sentimiento de sí misma, más allá del sujeto empírico y de sus contenidos emocionales. (Vid., Hegel, G.W.F., Estética, Siglo XXI, Buenos Aires, 1983, Vol. VII).

[6] Schopenhauer otorga a la música un lugar de privilegio no sólo dentro de las artes, sino también en la jerarquía del saber: únicamente la música puede ofrecernos el conocimiento intuitivo de la Voluntad ciega e irracional. El conocimiento científico no puede, ya que, ocupándose de los fenómenos, está sometido a las objetivaciones de la Voluntad: los conceptos (individuación, causalidad, etc.). A su vez, las otras artes aunque representan la Voluntad, lo hacen por medio de ideas u objetivaciones suyas, y no de manera inmediata. Sólo la música nos da la Voluntad misma, su esencia. Es más: ya que mundo fenoménico y  música son expresiones de la Voluntad, si fuese posible ofrecer una explicación exhaustiva de la música, ésta sería la filosofía verdadera. Ahora bien, eso es imposible, y la música, lejos de identificarse con la filosofía, es superior: la música es un lenguaje absoluto, intraducible e inefable cuyo ámbito es el sentimiento, y no los conceptos. Así, el compositor revela la esencia íntima del mundo mediante un lenguaje universal que la razón no entiende: el lenguaje del sentimiento. La música puede expresar todas las manifestaciones de la voluntad: no sólo los sentimientos concretos en todos sus matices, sino también su esencia in abstracto desligada de la causalidad de los fenómenos, y el mismo en sí del sentimiento, la forma pura del sentimiento. Ahora bien, la música no sólo estaría al servicio del conocimiento: junto a la ética del no-deseo, también es un medio privilegiado para alcanzar la anulación del principio de individuación, es decir, para anular la voluntad individual, el yo. La música sirve, así, para descorrer el velo de Maia de la ilusión del mundo fenoménico y, dentro de él, la ilusión de una vida individual. El resultado es una momentánea y efímera felicidad consistente en la anulación del dolor y la superación de la necesidad de los fenómenos. En la música el yo –la voluntad individual- se disuelve en la Voluntad: el oyente es un observador desinteresado que temporalmente se libera del esfuerzo por ser un individuo, y obtiene, así, la felicidad –una felicidad  momentánea y efímera- en tanto que no es instrumento de ningún anhelo. (Vid., Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y representación, Barcelona: Orbis, 1985, L III, Cap. LII; y El amor, las mujeres y la muerte, Valencia: Prometeo, 1966, págs: 123-135).

[7] Nietzsche, que dedicó El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1871) a Wagner, veía a Dionisio y Apolo como expresión de los dos elementos básicos de la realidad: dionisiaco era el fondo oscuro, primordial, impersonal, irracional, cambiante del mundo; apolínea sería su superficie aparente y fenoménica. Pues bien, así como esta superficie apolínea es el dominio de la razón, la lógica, el lenguaje, la individuación personal, aquel fondo dionisiaco es el objeto del arte, de la música, de la danza, de la tragedia griega. De estos dos elementos, el esencial es el dionisiaco, ya que sería el medio a través del cual los hombres –al igual que hacían los espectadores de les tragedias griegas- pueden anular su individualidad y acceder al fondo dionisiaco de la realidad. Aunque la influencia de Schopenhauer aquí es obvia, también lo es la diferencia. Para Nietzsche, el consuelo metafísico que se podría conseguir con la disolución en lo dionisiaco no es la negación de la voluntad –el no-deseo-, sino la afirmación de los instintos, la afirmación de la vida, de la voluntad. Y así, en contra de lo que fue la evolución de la tragedia griega –desaparición del elemento dionisiaco-, y en contra también de la evolución de la cultura occidental de la cual Schopenhauer sería un epígono –negación de la vida y afirmación de la moral de rebaño-, Nietzsche propugna y anuncia la resurrección del elemento dionisiaco (voluntad de poder, transfiguración de los valores, muerte de dios, ultrahombre y el eterno retorno). He aquí la significación de la música  –de la música wagneriana antes de que en Parsifal Wagner recayese en los valores de la moral burguesa. (Vid., Nietzsche. F., Nietzsche contra Wagner. Documentos de un psicólogo (1888), en ER Revista de Filosofía, nº 14, Sevilla, 1992, págs: 177-217).

[8] Un caso interesante de filósofo que acepta el emotivismo, pero para desacreditar por ello mismo a la música en su valor moral es Kierkegaard. En su opinión, se trata de un arte propio del estadio estético representado por don Juan –de hecho, su análisis giran en torno de la opera de Mozart del mismo título, Don Giovanni- un estadio moral en que el hombre se hallaría disperso en la sensibilidad, la fantasía y la sensualidad: es el mundo del poeta romántico –predominio del instante, ausencia de principios morales universales y de fe religiosa, deseo de gozar de toda experiencia sensual. El hombre estético busca la infinitud, pero la busca sólo en el instante efímero del placer. Por esta razón su vida no tiene una forma definida -es una vida dispersa en la sensualidad efímera y cambiante-, y su libertad es sólo apariencia de libertad –una libertad dominada por sensualidad. Como es sabido, según Kierkegaard, el hombre estético cae en la insatisfacción y la desesperación, siendo necesario que elija un cambio de tipo de existencia y alcanzar ‘el estadio ético’ representado por Sócrates, y posteriormente ‘el estadio religioso’ representado por Abraham, el caballero de la fe. Únicamente así, y a pesar del carácter absurdo de la fe religiosa, el hombre puede satisfacer su anhelo de infinitud y de absoluto. (Vid., Kierkegaard, S., Los estadios eróticos inmediatos o El erotismo musical, en Estudios estéticos (1843),  Málaga: Ágora, 1996; también, Diario de un seductor, y Temor y temblor en Obras y Papeles (Madrid: Guadarrama, 1961-1975)).

[9] Para un planteamiento reciente en la línea de Schumann defendiendo la construcción de un vocabulario de términos musicales vid., Cooke, D., The Language of Music, Oxford University Press, London, 1959. Por el contrario, para un desarrollo en la línea de Mendelsohnn vid., Sullivan, J.W.N., Beethoven: His Spiritual Development, New York, A.A. Knopf, 1927.

[10] Vid., Hospers, J., Significado y verdad en el Arte (1946), Fernando Torres, Valencia, 1980, Cap. IV.

[11] Podemos interpretar en esta línea las opiniones de Ortega y Gasset sobre la música dentro de su análisis de la deshumanización del arte. Ortega toma como referente el impresionismo de C. Debussy e I. Strawinsky para ilustrar esta nueva sensibilidad: la nueva música, como en general el nuevo arte, sería irremediablemente impopular e inhumana porque se aparta del descriptivismo fácil y de la narratividad que habrían caracterizado tanto el realismo y el naturalismo, como el romanticismo. La novedad es que, siendo el arte expresión de sentimientos –“el tema artístico, especialmente el de la música, es siempre sentimental”, dice Ortega-, la nueva música expresa una nueva sentimentalidad alejada de la vida emocional del hombre mediocre, del burgués y del hombre-masa que no entienden estas manifestaciones artísticas. Esta nueva sensibilidad formaría parte de la evolución inexorable del arte hacia su purificación o deshumanización, es decir, hacia la eliminación de todo lo humano, de todo lo que no sea estético, siendo lo estético aquello que sólo es posible alcanzar mediante una actitud contemplativa y desinteresada hacia la realidad vivida, es decir, sin contagios emocionales primarios. En consecuencia, la vieja y la nueva música expresarían tipos de sentimientos de diferentes y demandarían actitudes distintas: mientras que la música romántica nos arrebata y gozamos de nosotros mismos en ella, es decir, gozamos del efecto mecánico de la obra en nosotros mismos, la nueva música pide que gocemos sólo de ella, en tanto que obra externa y distante, en una contemplación indiferente hacia lo humano primario. Ahora bien, la realidad creada por el artista –los ‘ultraobjetos’ que el artista crea deshumanizando la realidad vivida- generan emociones y sentimientos de segundo orden que, no obstante siempre están en continuidad con ‘la realidad vivida’ espontáneamente y las emociones y sentimientos que ésta genera. El nuevo arte es inhumano no porque sea no-humano, sino por ser expresión de la operación de deshumanizar: hacer que lo humano se parezca lo menos posible a lo humano, sin dejar de ser humano. El artista nuevo ya no pretende reproducir la realidad, sino su idea –el tema del cuadro, como dirá Ortega, es el cuadro mismo-, es decir, describir una irrealidad, una ultrarrealidad; y con ello el arte deviene intrascendente, broma. Pero ello no quiere decir que el arte no sea importante. Todo lo contrario, el arte es importante precisamente porque carece de trascendencia: el arte –es su verdad vital- salva al artista y a los espectadores porque les salva de la seriedad de la vida. Y esto, junto a la ascensión de las masas, la marea del deporte, el culto al cuerpo, la exaltación de los valores de lo joven, es síntoma de la nueva espiritualidad occidental: la puerilidad. (Vid., Ortega y Gasset, J., La deshumanización del arte (1925), Espasa Calpe, Madrid, 1987; y “Musicalia” en  El Espectador, Vol. III  (1929), Revista de Occidente, Madrid, 1972).

[12] Algunos formalistas han combinado la tesis del aislamiento de la música con la afirmación de la existencia de una misteriosa ‘facultad musical’ que sería la responsable de nuestras valoraciones musicales, siendo sus juicios absolutos, incontestables y no analizables extramusicalmente  (Vid., por ejemplo, Gurney, E., The Power of Sound. London, Smith, Elder, 1880).

[13] Como hemos visto, para algunos era a través de la congruencia existente entre la temporalidad de la música y la temporalidad de la realidad y del sujeto (vid., notas 4 y 5). Más adelante, veremos cómo en formalismos más recientes, como el de Lévi-Strauss o el de Scruton, vuelve a ser la temporalidad aquello que permite establecer transacciones entre música y metafísica (vid., notas 18 y 24).

[14] Vid., Fubini, E., Música y lenguaje en la estética contemporánea (1973), Madrid, Alianza Editorial, 1994, Caps II-V.44

[15] Un buen ejemplo de esto podría ser el análisis que, apesadumbrado por el presente y nostálgico de un supuesto pasado utópico, hace Adorno de la significación de la música dodecafónica y de la música atonal. Para este autor, en una dirección muy distinta a jovialidad de las opiniones de Ortega y Gasset (vid., nota 11), en la sociedad de capitalismo avanzado la única posibilidad que le queda a la música es intentar ser la antítesis de la sociedad y de la instrumentalización fetichista, banal e inauténtica de la música, conservando su verdad social gracias a su aislamiento y autonomía. La consecuencia es, sin embargo, que la música deviene árida o difícil. He aquí porqué las únicas obras que cuentan como tales son aquellas que ya no serían obras en el sentido tradicional. El discurso más solitario del artista vive en la paradoja de hablar a los seres humanos gracias a su soledad, en renunciar a una comunicación que se ha vuelto trivial. La música, como las restantes artes, es por naturaleza expresiva y comunicativa; pero hoy en día la comunicación y la expresión se autodestruyen, ya que la sociedad de masas comercializa todo tipo de comunicación trivializándola, alienándola y transformándola en cosa, en mercancía, en un fetiche. Por ello, en esta situación el aislamiento y el silencio se muestran como el único camino posible para el artista que quiera conservar en su obra el carácter de verdad social o, al menos, el de testimonio de la angustia del hombre contemporáneo. Y ésta es una dramática situación dialéctica: por un lado, la música ha de ser fiel a su destino de ser mensaje humano significativo y comprensible; por otro, y para continuar siendo mensaje, la música ha de ignorar el elemento humano, ha de renunciar a las significaciones que, en las sociedades de capitalismo avanzado, no son sino la máscara de la inhumanidad. Así pues, la verdad de la música nueva consiste no en contener en sí misma y de una manera positiva una significación, sino en desmentir el sinsentido de la sociedad a través de su falta de significación, esto es, por ser  un vacío organizado de sentido. (Vid., Adorno, T.W., Filosofía de la nueva música (1949), Sur, Buenos Aires, 1966; Disonancias. Música en el mundo dirigido (1958), Rialp, Madrid, 1966; Sobre la música, Paidós, Barcelona, 2000. Para la valoración general que hace Adorno de la cultura y de la sociedad del siglo XX vid., Horkheimer, M. & Adorno, T.W., Dialéctica de la Ilustración (1969), Madrid: Trotta, 1994).

[16] Vid., Scruton, R., An intelligent person's guide to Philosophy. London: Gerald Duckworth. The Old Piano Factory, 1996; también, The Aesthetics of Music, Oxford University Press, 1999.

[17] Como dice A. Copland, la música crea en nosotros la vivencia de flujo, de un incesante movimiento que fluye ante nosotros, que se está produciendo allí precisamente en ese instante y nos arrastra (Vid., Copland, A., Los placeres de la música (1959), Leviatán, Buenos Aires, 1988).

[18] A partir de este análisis Scruton intenta, de una manera muy primero-wiittgensteiniana y en consonancia con el formalismo metafísico, ir con la música más allá del lenguaje verbal hacia aquello que no se dejaría decir con palabras. En su opinión, la música no sólo puede ofrecer al sujeto una imagen de sí mismo como condición a priori de posibilidad de la música, es decir, como sujeto trascendental, sino que además, y en tanto que la música hace uso de un espacio-tiempo virtual, la música puede mostrar también la existencia de un tiempo autónomo del tiempo físico –de hecho, cada pieza musical acaecería en su propio tiempo, la duración vivida-, que sería paralelo a la vivencia del mundo, la cual también acontecería en un tiempo no reducible a tiempo físico. Y en este sentido, el tiempo vivido en la música sería un indicio de la eternidad: al igual que podemos pensar en una pieza musical como un todo en un instante, también podemos imaginar la vida de un individuo o la existencia del mundo sub specie aeternitatis. Estas observaciones son, sin duda, problemáticas, y Scruton sólo afirma que la música permite concebirlas. (Para un formalismo también inspirado en la idea wittgensteiniana de lo que no se puede ‘decir’, sino sólo ‘mostrar’ (lo inefable) vid., Lange, S., Philosophy in a New Key, Harvard University Press, Cambridge (Massachussets), 1951; y Feeling and Form, Scribner’s, New York, 1953). 

[19] Entre música y baile hay un parentesco íntimo, y no sólo porque la música a veces se baile, sino porque solemos poner en relación la música con los ritmos corporales, las posiciones del cuerpo, la experiencia de ser activos, el movimiento a través del espacio, etc. En una palabra: solemos percibir la música con el cuerpo, muscularmente, y no sólo con el oído, y esto explicaría también por qué percibir los sonidos como música o dar significaciones a la música son acciones expresivas. (Vid., Dilman, I., “Art and Reality. Some Reflections on The Arts”, en Language en Reality, Peeters. Leuven, 1998, págs: 265-280).

[20] Wittgenstein siempre mostró interés por problemas filosóficos relacionados con la música. Así, mientras que las cuestiones semánticas y epistemológicas dominaronn sus reflexiones en la etapa final de su vida, cuestiones éticas y existenciales de corte shopenhaueriano fueron las dominantes en la época del Tractatus. En concreto, bajo la metáfora de ‘la integridad del árbol’ y comparando la música con las nuevas formas arquitectónicas y el nuevo estilo de vida que a principios del siglo XX traía consigo el cientismo y la sociedad de masas, Wittgenstein reflexiona sobre qué músicas propician mejor el ideal de vida que persigue para sí mismo. Por ejemplo, la música de Mendelssohn vendría a ser banal, fácil, cortés, complaciente, alejada de lo trágico y de la ironía de la vida, siendo así un caso de ‘inautenticidad’, es decir, de aquel estilo de vida que se deja influenciar por los otros o que vive fuera de sí. En el polo opuesto se encontrarían, según Wittgenstein, la música de Beethoven o Brahms. (Vid., Wittgenstein, L., Culture and Value, Basil Blackwell, 1980, Oxford, págs: 1-3, 16, 21-25, 35-39, 55, 69 y ss; y  Zettel, Basil Blackwell, Oxford, 1967, #157 - #165. Vid. también, Hagberg, G.L., Art as Language. Wittgenstein. Meaning and Aesthetic Theory, Cornell University Press, Ithaca and London, 1995).

[21] Vid., Marrades, J., “Música y significado”, en Teorema XIX-1, Madrid, 2000, págs: 5-25: y “Música nueva y lenguaje”, en Revista de Occidente nº 113, Madrid, 1990, págs: 57-72.

[22] Vid., Putnam, H., Razón, verdad e historia (1981), Tecnos, Madrid, 1988, Caps. VI y VII.

[23] Vid., Lévi-Strauss, C., Mitológicas. Lo crudo y lo cocido, México: F.C.E., 1968; y Fubini, E., "Naturaleza e historia en el lenguaje musical", en Revista de Occidente, Madrid,  nº 191, Abril, 1997, págs: 39-48. Para una exposición de les tesis de Lévi-Strauss vid., Llinares, J.B., “Arte y antropología. Notas sobre la música en Lévi-Strauss”, en Pensar lo humano / Actas del II Congreso Nacional de Antropología filosófica, Madrid: Iberoamericana-SHAF, 1997). 

[24] Según Lévi-Strauss, en la música el sujeto se escucha a sí mismo y se descubre en la manera como la música entronca con su naturaleza fisiológica y con la tradición cultural, al tiempo que la música llega a ser lo que es a través del sujeto. Así las cosas, no es de extrañar que Lévi-Strauss considere imposible la determinación del núcleo central de la obra: sólo son posibles aproximaciones conscientes a verdades necesariamente inconscientes, de las cuales las primeras son consecuencia. Y es que, a la manera del formalismo metafísico, para este autor la música no es expresión de la personalidad del autor, sino expresión de la duración vivida por la conciencia, reveladora de las estructuras formales del espíritu. La música es, en esencia, el arte del tiempo. Ahora bien, la música en la medida que estructura y da forma al tiempo vivido lo transciende. El tiempo vivido de la música, no el tiempo de la interpretación que es cuantitativo, longitudinal y diacrónico, es tiempo cualitativo y viene estructurado en una unidad sincrónica en la que los elementos de la obra se rigen unos en función de otros, y cada elemento tiene significación gracias a la copresencia de los restantes, los ya producidos y los venideros. De manera que el resultado es la negación, la supresión del tiempo. Pero, claro, esta temporalidad que es supresión del tiempo longitudinal y diacrónico no es la de la naturaleza del sujeto, ni la de la duración cuantitativa de la obra, sino una especie de eternidad o inmortalidad, una temporalidad que ya no es la temporalidad de los sujetos empíricos ni la de los objetos físicos.

[25] Para una idea semejante vid., Sedlmayr, H., La revolución del arte moderno (1955). Madrid: Mondadori, 1990, págs: 52-56.

En general los emotivistas han visto la armonía y la tonalidad como límites naturales de la música. Por el contrario, los formalistas pueden aceptar como musicales innovaciones como el dodecafonismo y la música atonal. Sin embargo, esto no siempre es así, y como acabamos de ver desde cierta compresión de lo que sea la temporalidad de la música y del sujeto, y desde la idea de que esa temporalidad es algo esencial a la música, se puede intentar impugnar este tipo de innovaciones.

[26] La división ‘naturaleza-cultura’ es un viejo mito que oculta el hecho de que 'naturaleza’ y 'cultura' son términos frecuentemente de un uso vacilante. Por ejemplo, 'mostrar sumisión', 'aprender', 'esperar', 'controlar los esfínteres', 'engañar', ‘dormir siete horas seguidas’ etc. ¿son conductas culturales, naturales o son ambas cosas a la vez?

[27] Para una denuncia de los intentos metafóricos de atribuir a la música significaciones éticas y metafísicas, vid., Jankélévitch, V., La musique et l’ineffable, Editions du Seuil, Paris, 1983, Cap. I. (Traducción castellana: “ ‘Ética’ y ‘metafísica’ de la música”, en Revista de Occidente, nº 191, Abril, 1997, págs: 7-22).